domingo, 26 de mayo de 2013


QUE NO SE MUERA EL RÍO
(2do  lugar Concurso Departamental de Crónica)

Cuando se pasa por el río Combeima, se siente el orgullo ibaguereño, el río es identidad, es región, hace parte de nuestros antepasados y es nuestro presente.

Sí. A él debemos el agua que tomamos, a él le debemos la maravillosa vegetación que se observa al lado y lado de su cauce y del cañón que el río forma a su paso. Es de una diversidad en flora y fauna única que se extiende hasta llegar a las postrimerías del nevado del Tolima, otro orgullo símbolo de nuestra raza Pijao y donde el río nace a 5.200 metros sobre el nivel del mar.

Y como descendiente de esa raza pujante, también ruge cuando se enoja. El río se enoja y en algunas ocasiones, despertada su furia, se ha lanzado cañón abajo llevándose todo lo que a su paso ha encontrado.

María Carmenza Martínez, ha sido testigo de ello y fue víctima de su enojo. Una noche, recuerda y cuenta,  cuando el cielo parecía que se iba a acabar de tanto llover, la oscuridad reinó y sólo se oyó la furia del agua que entró a su humilde casa situada en la ladera del río y sin pedirle permiso, se le llevó a su hijo de cuatro años.

De eso, recuerda Carmenza, ya hace más de cinco años; su cara refleja el dolor que le produce recordar la noche en que el río se le llevó parte de su vida, en ese entonces no entendía qué había pasado, por qué el río se había ensañado con ella. A pesar de lo ocurrido, Carmenza no huyó del lugar, al contrario, quiso saber la causa de tanta furia sin control.

Ahora, esta emprendedora mujer, ha generado todo un proceso de concientización sobre el río a lo largo del cañón, educando a la gente para que no eche basura,  no deforestar la ladera de éste, pues cuando el río se crece, el hecho de que el suelo esté erosionado hace que el agua entre por todas partes sin control causando tragedias como la que le ocurrió a ella.

A pesar de todo, Carmenza ha podido hacer campañas de limpieza del río junto con otros vecinos del lugar, lee mucho sobre cosas del río que salen en los periódicos, y lo que los profesores del colegio donde estudia su hijo mayor explican sobre cuidar el Combeima. Toda esta información la reproduce a sus vecinos.

Tiene una pequeña huerta en su casa, cerca de Pastales, que le da para el sustento diario. Le gusta que la gente de afuera como llama a los visitantes de fin de semana, hagan buen uso del río, que no dejen basuras y que lo respeten y no lo dejen morir pues el río es de todos.

Carmenza lo respeta mucho, lo cuida, pareciera que con ello, el río cuidara de su hijo en alguna parte y ella alimentara la esperanza de verlo llegar algún día. Por eso ella no deja morir el río.

Adriana Paola Cely
Jenny Forero
Colegio Nuestra Señora de Fátima de Ibagué


domingo, 19 de mayo de 2013


El cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos gana el Premio Ortega y Gasset de   Periodismo con la crónica




LA TRAVESÍA DE WIKDI

POR ALBERTO SALCEDO RAMOS

Wikdi es un niño que vive en Chocó y que debe caminar cinco horas diarias para ir y volver a su escuela. El cronista Alberto Salcedo Ramos lo acompañó en un recorrido.

Esos recorridos de Wikdi han tenido como escenario desde masacres de paramilitares hasta el riesgo de enfrentarse a los animales de la selva.

En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral.

Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.

—Menos mal que nos bañamos anoche —dice el padre.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.

Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí.

—Cinco menos veinte —dice.

Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.

Prisciliano —treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no pertenecen a su etnia.

—El colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.

Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine su ciclo de secundaria.

—Nunca le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.

¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.

—Las cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano.

Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por Darío Gómez.

Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.

El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya está en pie.

Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia.


***
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el rostro.

Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse, por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.

—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.

Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme.

—No, mentiras: faltan son cuatro puentes.

En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.

—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.

Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar.

—¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.

Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.

—Faltan dos puentes —dice.

Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.

—¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.

Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.

—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.

Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54% de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20% de la población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el mundo.

—Ese es el último puente —dice, mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.


***
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación: los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres.

—Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen sin desayunar!

Ahora los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.

—Anderson —dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea?

Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.

—América es el segundo continente en extensión —lee el profesor en el cuaderno de Anderson.

Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.

El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América.

¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca les han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%. Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de los paramilitares en el área es apodado ‘el Profe’.

Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un ‘profe’ siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas.


Salcedo, Alberto. "La travesía de Wikdi". En revista Soho. Zona Crónica, [En línea]. publicada el 2012/02/10. [ref. Mayo 19 de 2013] accesible a través de http://www.soho.com.co/zona-cronica/articulo/la-travesia-wikdi/25819. 

miércoles, 15 de mayo de 2013


LA SONRISA DEL ÚLTIMO ADIÓS


Hace dos años, en las clases de Castellano, iniciamos con la Maestra un proyecto sobre crónica. Entre todo el grupo se acordó que los temas a tratar en ellos serían acontecimientos que a diario vivían nuestros papás todos ellos pertenecientes a la Policía Nacional y que la idea era darles un tratamiento muy humano. Así que cada estudiante comenzó a indagar la experiencia más acogedora para desarrollar la Crónica y llevar a feliz término el proyecto.
Yo, como todos mis compañeros, busqué la experiencia más linda de todas aquellas que a mi padre le habían pasado y me había relatado. Así que para iniciar busqué un título que compaginara con lo que yo iba a escribir sobre mi padre; la crónica se llamaría “Las nueve vidas del gato”.
Pasadas unas semanas, entregué mi primer borrador donde contaba con detalles las experiencias que mi padre vivía a diario como derrumbes, ataques guerrilleros, problemáticas intrafamiliares, secuestros, entre otros, que los policías tienen que atender a lo largo de su trabajo y donde yo me enorgullecía y daba gracias a Dios por tenerlo con vida y sano.
Después de la última corrección  que me hicieron los compañeros y la profesora Yolanda López, yo debía entregar mi “texto público”, es decir el texto final depurado de errores tanto de redacción como de ortografía y ella nos había dejado unos días para la entrega final.
En esos días, sucedió la tragedia que llenó de dolor, tristeza, nostalgia, soledad y vacío a mi familia. Mi padre fue asesinado en el ejercicio de su deber. Todo cambió de ahí en adelante y una nueva historia surgió y cambió drásticamente mi escrito, esta es mi crónica:
En el año 2004  Álvaro Pulido, agente de la Policía Nacional, entrega un oficio al Comando de la Policía Nacional, donde consta que ya han pasado 20 años prestando servicio a la comunidad ibaguereña y si ya le dan el permiso de pensionarse.
Recuerdo muy bien que en ese mismo año, a finales del mes de mayo, le llega la respuesta donde le dicen que no es autorizado pues aún le hace falta un año de servicio y que debe trasladarse el municipio de Rovira-Tolima, en el mes de junio, para completar su misión. Con todo el dolor del alma Álvaro se preparó para acudir al nuevo lugar donde apoyaría a la sociedad de Rovira.
Debía esperar sólo un año más de servicio para poder estar del todo con su familia. Al año siguiente, el 26 de mayo de 2005 nació el único varón de la familia y Álvaro no cabía de la dicha, ese bebé se convertía en la fortaleza para esperar los días de servicio que aún le quedaban después de 20 años de servicio. 

Cinco días después del nacimiento del bebé, Álvaro cumplía 39 años de vida que compartió con su esposa e hijos. Disfrutó como nunca, se rió y bailó con su esposa que también estaba de cumpleaños, todo sin imaginar la tragedia que se venía.

El 6 de junio de 2005, a las 3:15 p.m., una emboscada del frente 21 de las farc, mata a dos policías en el balneario Jaguar, sobre el río La Luisa, vía a Rovira; los agentes son identificados y uno de ellos es el agente Álvaro Pulido Cabrera, mi padre.

En Ibague la familia no se ha enterado, hasta que una vecina que ha oído noticias, llama a la hermana mayor Sandra, y le comenta lo que está pasando en Rovira y que hay dos muertos. 

Sandra llama al Comando de la Policía para que le den información pero no logra obtener información concreta. La familia ya está en zozobra, hay confusión y desespero. Sandra entonces intenta llamar a Rovira a cualquier número telefónico y alguien le contesta que sí, que hay dos policías muertos y uno de ellos es el agente “risitas”. Así era llamado Álvaro Pulido. Toda la vecindad ya se había enterado pues en RCN habían dado la información a esa hora.

El 8 de junio a las 9:00 de la mañana el cadáver de Álvaro fue llevado al Comando para recibir los honores por haber muerto prestando el servicio a la Patria. Hacen una misa, a su familia le entregan una medalla, una bandera de Colombia y su quepi. Luego es llevado al cementerio San Bonifacio.

Unos meses después, llegó una carta con la calificación del difunto Álvaro donde decía que por morir en actos de Servicio y por haber tenido buena conducta era calificado en la escala C. que es la mayor.

Álvaro, un agente que vivió para ayudar a otros, que dio su vida por salvar la de otros, murió. Lo triste de esta historia es que solo le faltaban unos pocos días para pensionarse.
L.F. Pulido Anaya 2007

domingo, 5 de mayo de 2013


LA CASETA DE DOÑA BLANQUITA

El barrio San Martín, de la localidad de Picaleña, se sitúa a lado y lado de la carretera panamericana junto al colegio Nuestra Señora de Fátima. Vive aquí gente sencilla, buena y trabajadora. Aquí, a un costado de la carretera se encuentra la caseta de doña Blanquita, mujer trabajadora, bonachona y simpática, que les vende el tintico a los profesores del Nusefa y a todo viajero que quiera refrescarse con una gaseosa o una cerveza.

Por ser una vía nacional, los vehículos por esta zona transitan a grandes velocidades,  las tractomulas son vehículos muy  frecuentes en  el sector pues llevan carga pesada para Bogotá o para el Pacífico. En ocasiones exceden la velocidad y una falla mecánica puede ocurrir en cualquier momento, Un día en que Doña Blanquita se alistaba para abrir su caseta a las 6:30 de la mañana una tractomula fue a dar al patio de su casa. Ella que estaba adentro de su casa escuchó el estruendo y cuando salió a la puerta pudo ver que la trompa de la tractomula estaba frente a ella. Casi se desmalla y perdió la memoria por unos minutos.

La misericordia del Señor nos salvó a todos,-Dice Doña Blanquita-. Que no podía creer que semejante gigante  hubiera entrado a esa velocidad, en medio de la casa y su caseta y no hubiera cogido a su gato y a su gallina que estaban en ese momento en el patio de la casa.

También ayudó el coraje del policía que colaboraba con el tráfico para que los buses del Nusefa entraran sin problemas, pues desde arriba vio como el conductor de la tractomula hacía esfuerzos por parar pero no podía y sacó de su pecho el grito más desaforado que pudo emitir y  produjo que todos corrieran y nadie saliera herido o con algún rasguño. Nadie sufrió daño, ni la gallina que estaba en el Jardín, ni el gato que estaba echado cerca de la caseta de Doña Blanquita ni ningún ser humano.

Doña Blanquita cuenta su historia orgullosa de que el Señor le haya salvado la vida a ella y a la gente que estaba cerca y no se le hubieran dañado ni su casa ni su caseta. Hoy  ella sigue vendiendo los tintos, corrió de lugar la caseta y la siguen acompañando su gallina y su gato.

María Angélica León