LA TRAVESÍA DE WIKDI
POR ALBERTO SALCEDO RAMOS
Wikdi es un niño que vive en Chocó y que debe caminar cinco
horas diarias para ir y volver a su escuela. El cronista Alberto Salcedo Ramos
lo acompañó en un recorrido.
Esos recorridos de Wikdi han tenido como escenario desde
masacres de paramilitares hasta el riesgo de enfrentarse a los animales de la
selva.
En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de
su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares
han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a
pensar en lo peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y
maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata
de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía,
y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias.
Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe
ahora, mientras cierra la corredera de su morral.
Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser
de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida
durante la madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un
instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En
este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río
Arquía.
—Menos mal que nos bañamos anoche —dice el padre.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al
fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los
ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor.
Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de geografía en el
morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe de memoria la
ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí.
—Cinco menos veinte —dice.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el
colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de
la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese camino tan
anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos ocupantes
despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de Wikdi, el
mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como esta. Fue el
13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de
parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo
precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro
abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido
entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas mayores,
muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la noche en día
solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia. Por eso
Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la aurora, así
el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye con aire
reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se
internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.
Prisciliano —treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que
el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la
Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará habilidades
prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o
manejar fertilizantes. Además, al culminar el bachillerato en ese colegio de
“libres” seguramente hablará mejor el idioma español. Para los indígenas kunas,
“libres” son todas aquellas personas que no pertenecen a su etnia.
—El colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El
que tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y
Wikdi ya está en séptimo.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi —es
decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine su
ciclo de secundaria.
—Nunca le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio
el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos
que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse,
responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos del
mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y el mar que
aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación negra. De
ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca. Se
documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar en
qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el resto
del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas
penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado ya
en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras generaciones.
Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un predecesor,
brotara la aurora en medio de la noche.
—Las cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano.
Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el
mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido intenta
tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie
más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano
durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio suena una conocida canción de
despecho interpretada por Darío Gómez.
Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.
El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por
todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha
empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas.
Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabildo se hubiera
encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a
esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa
(“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo
los cuatro perros de la familia.
***
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta
centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada
sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan
espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de
huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una
cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las
botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos.
Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de
estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil
caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos
recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los
brazos y el rostro.
Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha
subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de
viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso
hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy fácil, pero
créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender de qué les
estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario del
municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que
desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos
zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse,
por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran
la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque
calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.
—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de
intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige
la información que acaba de suministrarme.
—No, mentiras: faltan son cuatro puentes.
En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño
indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la
escuela es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada,
por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero
acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la travesía, al
observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se
encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde lejos, un
camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la periferia
colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación.
Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de
Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce
quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia,
maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena pero
se ve entero. Le pregunto si está cansado.
—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.
Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de
metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino
sin desayunar.
—¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan
nada.
Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy
contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares
han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos
parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino
quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy
existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin
permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo
panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en
el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un
paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de
despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple
acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada
caminata: él nunca teme lo peor.
—Faltan dos puentes —dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por
un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy
cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar
por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó
inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.
—¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se
iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el
universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos
hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar
los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias.
Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son
capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte.
Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran
en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna
parte.
—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino al andar como
proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de
ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las
amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de
convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo
que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones
Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54% de los habitantes
sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20% de la población
devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde nos
encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia por desnutrición
infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no se detiene a
pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con la que sus
pies talla 35 devoran el mundo.
—Ese es el último puente —dice, mientras me dirige una
mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
***
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en
1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el
taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de
modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí
enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron
un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones
de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin
brazos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación: los
computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras
para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a
medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un inventario de
desastres.
—Este año no hemos podido darles a los estudiantes su
refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de
Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio
informándonos que volverá a dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir
la duración de las clases y finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se
imagina la cantidad de muchachos que vienen sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando
atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie
conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre
alterno que le puso su padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito
de los “libres”.
—Anderson —dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso
mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía
solo me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global” que los
pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue
teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado vamos a remolque de
la tecnología; en estos parajes atrasados la tecnología va a remolque de
nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el
hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca
calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.
—América es el segundo continente en extensión —lee el
profesor en el cuaderno de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida
porque me parece gastada por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de
la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético
del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi
casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más
arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá
a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una
avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como
“una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después,
me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés
pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a
través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué
la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los
kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de
Arquía.
El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de
América.
¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser
tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca les han interesado a los
indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En
la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la gente.
¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación,
supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el
censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en
Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%. Un estudio de 2009
determinó que en el departamento uno de cada dos niños que terminan la
educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en
un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de los paramilitares
en el área es apodado ‘el Profe’.
Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo
llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia,
que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque
es despabilado y tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen
razones para vaticinar que no será un ‘profe’ siniestro como el de los
paramilitares, sino un profesor sabio como su padre, capaz de improvisar una
aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas.
Salcedo, Alberto. "La travesía de Wikdi". En revista Soho. Zona Crónica, [En línea]. publicada el 2012/02/10. [ref. Mayo 19 de 2013] accesible a través de http://www.soho.com.co/zona-cronica/articulo/la-travesia-wikdi/25819.