lunes, 4 de noviembre de 2013

Talento Nusefa

Dalila...


Dalila: Nombre de origen hebreo. Significa la que ama lo que afirma y confirma, la que  gusta del arte y el color, la que tiene la llave... del éxito.

Dalila quiere beberse el mundo en cada palabra que pronuncia y que escribe. Es delicada en sus gestos y  fuerte en sus ideales y convicciones.  Además es una líder estudiantil a todo dar.   En noveno grado fue seleccionada junto a su gran compañera Danna Ruíz, para  hacer el Diplomado sobre  liderazgo estudiantil que ofrece la Universidad de Ibagué a  dos estudiantes de grado noveno de las instituciones educativas de Ibagué. Desde ese momento su vida cambió y empezó a ver el mundo de manera diferente.

-La tengo clara profe, quiero ser médico social, trabajar con las comunidades y porqué no, continuar con estudios políticos. Sé lo que me sirve para mi vida de toda la información que recibo en mi querido colegio, lo otro lo estudio con paciencia aunque sé que no es lo mío-, dice mientras mueve sus manos, se arregla su pelo y me abre sus grandes ojos. Y es que Dalila es una joven muy inquieta y reflexiva. A sus 16 años se vinculó a la ACJ-YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes), con miras a participar en la convocatoria 2012 de Youth Ambassador Program de la Embajada Americana para viajar a conocer algunas ciudades de los Estados Unidos por un mes, cosa que logró con trece jóvenes más de todo el país que se distinguieron por su liderazgo, dominio del idioma inglés y buen desempeño académico.

Después de ese viaje a los Estados Unidos, donde aprendió a ver el mundo con otra óptica, la vida de Dalila se encauza por nuevos caminos con ambiciosas oportunidades que ella misma dice, no dejará pasar. Actualmente, es la Presidenta del Consejo Municipal de Juventudes en representación de la Asociación Cristiana de Jóvenes ACJ. – Ayudar a dar  soluciones a las necesidades ajenas, conocer sobre procesos públicos y cómo se mueve la política en nuestro medio, son situaciones nuevas para mí que me han hecho crecer y madurar como persona-.
   
Dalila debe alternar este trabajo que no le genera dividendos económicos pero sí ganancia intelectual y social, con sus estudios en el colegio Nuestra Señora de Fátima de Ibagué, donde cursa el último grado de bachillerato, se desempeña como representante de los estudiantes al consejo directivo y se comporta como una adolescente crítica pero muy respetuosa, inteligente pero humilde en su saber, y con grandes valores humanos forjados en un hogar de Padre Madre y dos hermanos a quienes adora.

Fue además, el mayor puntaje de Icfes de 2013, aunque hubiera querido un puntaje mayor, según sus propias palabras, y con desespero dice que ya quiere salir porque la vida le tiene guardada muchas sorpresas gratas que es preciso empezar a buscar. Tiene acuñada una frase de Séneca que dice  “Non est ad astra mollis e terris via” (No hay camino fácil de la tierra a las estrellas) –porque sé que todo hay que ganarlo con esfuerzo, amor y sacrificio-. Esa es Dalila, un volcán de sueños a punto de hacer erupción y otro talento Nusefa.

Yolanda López
Noviembre 2013

viernes, 4 de octubre de 2013

MI COMPAÑERA FIEL
                                                                                             
                                                                                             

A Enrique Portela, agente de la policía  de la ciudad de Bogotá, un día le cambio la vida drásticamente. Sus superiores le  informaron que sería trasladado de Bogotá para la capital del Tolima, Ibagué. Al llegar a Ibagué, lo recibieron con la noticia que debía prestar su servicio en la ciudad de Armero, meses antes de la avalancha. Él, hombre  entregado a su deber como policía no discutió la decisión  y  se dispuso a cumplir con lo mandado.

Pero cuando ya  preparaba su  partida,  un agente que lo conocía y sabía su gran habilidad con la trompeta, habló con el Coronel y lo hizo tocar frente a éste, quien quedó maravillado con la manera casi mágica con que salían los acordes de esa trompeta. No tuvo que hablar el agente Portela, pues el Coronel lo dejó en Ibagué tocando en la banda marcial del comando.

Portelita o Gordo como lo llaman sus amigos, comenzó a tocar el primer minuto de silencio en  el primer aniversario de la avalancha de Armero. Luego, les fue dando el adiós lastimero a sus compañeros que morían y morían por causa de las diferentes guerras que azotan al país; ataúdes dispuestos en filas abrigados por la bandera que habían querido defender, ahí estaban ellos, sus amigos,  sus compañeros, por eso agarraba con fuerza la trompeta y cerraba los ojos al momento de tocar el minuto de silencio como si cerrando los ojos los pudiera ver aún vivos frente a él.

Esa  trompeta, fue su compañera durante 15 años. En ella descargaba sus emociones por eso la mantenía siempre brillante. al momento de tocarla, Portelita y la trompeta se  hacían uno solo y expresaban,  todo el dolor que no se podía  decir, toda la rabia contenida, todo el horror de tener que morirse cuando aún no tocaba que morir. Por eso ese sonido que emanaba de aquella trompeta conmovía hasta los huesos y muchas lágrimas rodaron en aquellos momentos de inspiración del agente.

Enrique Portela, es hoy un pensionado de la policía, “a Dios Gracias” –dice él- pero todavía recuerda con gran nostalgia  y una mezcla rara de emociones lo que le producía tocar aquella trompeta que llegó a ser su  única  amiga fiel.


MARY MARLOTH  PORTELA 
Exalumna Nusefa 2007 

viernes, 23 de agosto de 2013

ESA SONRISA




El 20 de Abril de 2005, Cyndi Maritza Gaitán Castellanos de 16 años, integrante del grupo de teatro de su colegio, inició la interpretación de un nuevo personaje: Candidata de la Institución Educativa Exalumnas de la Presentación en el Tercer Reinado Folclórico Estudiantil de Ibagué. Personaje fácil, por tener que ser ella; arduo, por lo que debía aprender y de mucho carácter para enfrentar lo inesperado, Rodrigo Leal, su profesor de danzas, se lo había confiado por sus aptitudes, sencillez y compromiso.

El personaje le alteró su cotidianidad.  A los deberes académicos, grupo de teatro, curso de pre-icfes y otras obligaciones se adhirieron extensas lecturas sobre folclor, prácticas con la tambora e intensos ensayos de danzas. Éstas y otras exigencias le robaron sueño y descanso: pero no le importó. Quería hacer bien su papel; de ahí que  sus padres, al verla "flaquita y ojerosa"; reajustaron su dieta con suero y vitaminas.

Un estudio en fotorama  motivó su primera escena. Se requerían dos fotos de 20x20 para la inscripción, así que la experta "Daniela", a quien al comienzo, Cyndi no sabia si decirle señor o señora, resaltó con la complicidad de maquillaje y peinados, su belleza natural. "Me veo como si no fuera yo"; decía. "Me siento rara", susurraba cuando las miradas en la calle lograban incomodarle;  pero las sesiones de belleza se repitieron y ella se adaptó y se apropió de su nueva imagen.

"Un viacrucis" fue la escena del 30 de abril. Tras visitar el centro artesanal, las 24 candidatas estudiantiles caminaron  por el centro de Ibagué, haciendo estaciones donde ordenara "Teleterio", coordinador del evento. En cada parada sudaban sus manos: se aceleraban sus latidos; veían tensa la mirada escrutadora de Teleterio que iba de una a otra; luego frente a todos,
 sin aviso previo, anunciaba el baile de cualquiera de ellas. Con suerte, Cyndi evadió esa "invitación" aprovechando la duda de él cuando le preguntó: "¿Ya bailó?" y ella firme, mintió: "Sí, ya bailé". No tuvo el mismo hado el 10 de junio en otro "Viacrucis" cuando fue señalada para bailar en la plaza de la 21, y apenas sí pudo hacerlo en un ìncómodo y reducido espacio de olores penetrantes; ni más tarde, en otra "estación" cuando la "Corte Real" salía del colegio Comfenalco y uno de los parejos acompañantes se deslizó por una rampa "llevándósela" sin querer y haciéndola caer boca arriba encima de él. Ella entre turbación y risa, trataba de pararse, pero su fastuoso vestido típico y sus manos ocupadas con flores, no la ayudaban.

Dejar una apetitosa mazorca en Calambeo; y una ración de carne, no supo si de pollo o conejo en los  Guaduales por temor "al oso"; pedir prestado el 16 de junio, día del desfile, un edecán, pues el suyo no llegó, y luego "Soplarle a éste, un bailarín novato, lo que debían bailar por la tercera cuando fue obligada a bajar de su carroza, pues por ser un "carro pesado" no debía transitar por allí, aunque otros que sí lo eran, lo pudieron hacer; fueron también hechos súbitos, entre otros, que no estaban en el libreto de una obra con desenlace desconocido que culminaría el 17 de junio, día de la elección y coronación de la reina estudiantil, en la Concha Acústica de Ibagué.

Allí Cyndi mostró sus aptitudes, a pesar de que Teleterio la puso en escarnio publico al interrumpir su presentación, porque según él, no podía bailar con un parejo profesional, cláusula ausente en el reglamento; no obstante ella se lució con otro bailarín. Era una favorita. Más tarde el resultado: diez finalistas: primera, segunda, ... y ¡Décima! No se escuchó su nombre. Asombro del público. ¡Descalificada! Ni siquiera eliminada. Sinembargo, aunque desconcertada, la sonrisa de reina, esa que al comienzo es flexible y luego tirante, como si se la hubiese robado a la modelo de una revista y se la hubiera fijado en su boca, quedó ahí, digna; sabía que había hecho muy bien su papel y sabía que se quedaba con la riqueza de lo aprendido en una obra donde  Cyndi fue  Cyndi.

Autor: Nohora  Marina  Castellanos A.
Docente Pensionada de la I.E.T. Nuestra Señora de Fátima.

domingo, 28 de julio de 2013

Talento Nusefa

UNA MUJER CON VERDADERA VOZ DE MANDO

Ingrid Lorena Aguiar Arcos. Primera Brigadier Mayor en la historia del Ejército colombiano

Ingrid Lorena siempre soñó con estar en el ejército de Colombia. Y soñó en grande. Quería ser oficial. Lo que no sabía era que las mujeres no podían llegar a ser oficiales de alto rango en el ejército  colombiano.  Pero como dice el dicho popular "al que le van a dar le guardan" Ingrid Lorena no se desesperó, sabía que el mundo era cambiante, evolucionaba y daba más participación a la mujer en altos cargos. Por eso, una noticia que escuchó por la radio su madre Edilma Arcos, donde informaban sobre cupos para mujeres en la carrera de oficiales del ejército, le devolvió  a Ingrid Lorena la esperanza y el sueño de estudiar una carrera militar.

A sus escasos 20 años, Ingrid Lorena es la primera Brigadier Mayor en la historia del ejército colombiano. De cuerpo pequeño y uno sesenta de estatura, cara de adolescente,  en ropa de civil uno no se la imagina en semejante papel. Pero esta super mujer no estaría donde está si no hubiera sido formada en un hogar donde padre y madre policías ya pensionados, no le hubieran inculcado desde pequeña valores tan fundamentales para el éxito de una persona  como el respeto, la responsabilidad, la disciplina y amor por todo lo que se hace. 

Deportista de Hapkido desde pequeña, entrenada por su padre Alexander Aguiar, buena estudiante, solidaria y entregada a su familia, Ingrid Lorena forjó su sueño a la luz de entrenamiento diario y estudio constante. 

Sus padres  la educaron con amor y con disciplina a lo que Ingrid Lorena respondió con medallas y títulos obtenidos en torneos departamentales y nacionales, además de  buenas calificaciones en el colegio Nuestra Señora de Fátima de Ibagué, donde estudió desde que estaba en segundo de primaria hasta que se graduó de Bachiller en el año 2009. Deporte y buenas calificaciones fueron fundamentales a la hora de obtener el cupo en la escuela militar.

Estudia desde hace tres años y medio en la escuela militar José María Córdoba de Bogotá, y fuera de mandar a la tropa en las paradas militares, estudia inteligencia militar. A pesar de su rigor académico y militar, ingrid es una mujer dulce, entregada a su familia. 

Practicar un deporte o un arte, ser disciplinada en lo que se hace son claves para alcanzar los sueños. Eso lo sabía Ingrid Lorena por eso hoy a punto de culminar sus estudios, es la mujer que  manda a todos los hombres de la escuela José María Córdoba de la ciudad de Bogotá.

Yolanda López
Información obtenida de María Alejandra Aguiar Arcos.



lunes, 3 de junio de 2013

EL SUEÑO DE LA SIRENA.




Camila sueña con ser médica.  A sus catorce  años habla ya como una mujer madura que sabe lo que hace,  por qué lo hace y para qué lo hace. Sonríe y se ruboriza cuando le digo que voy a escribir sobre ella porque me parece que su historia es de contar,  me dice  -“Ay profe qué pena, no”-. Pero responde a todas mis preguntas con mucha amabilidad y le pone el tinte de seriedad que la ocasión amerita.

Cuando tenía cinco años de edad, sus padres Carmenza Luna y Jorge Beltrán, descubren que  Camila  tiene sobre el hombro derecho una masa muscular que en poco tiempo alcanza el cuello de la niña. Esta situación  los lleva a consultar con el médico de la familia. Después de los análisis de rigor el médico les anuncia que el accidente que sufrió Camila al nacer y que provocó que su pequeño hombro se pegara contra el hueso pélvico de la madre,  había causado que los nervios y tendones de su hombro derecho formaran  una masa muscular que poco a poco fue creciendo hasta causar cierto  impedimento para realizar algunas actividades propias de su edad.

El médico les aconseja a los padres que Camila debe practicar un deporte donde pueda hacer mucho ejercicio pero sin contacto con otras personas que puedan causarle lesiones más graves. El más completo e indefenso para ella sería la natación.

Desde los cinco años, Camila  practica la natación con un rigor  y una disciplina que la han llevado a participar en torneos municipales, departamentales y nacionales con la liga de natación del Tolima. Cuenta en su vida de nadadora de alto rendimiento, con varias medallas obtenidas en los torneos en los que ha participado representando a Ibagué y al Tolima, que la han posicionado como una promesa deportiva del departamento y del país, y como deportista que varias universidades ya quieren tener. Su futuro parece asegurado  porque estas universidades le ofrecen beca para estudiar la carrera que quiera escoger y además la oportunidad de seguir compitiendo.

Pero todos estos triunfos son el resultado de un entrenamiento riguroso y una vida disciplinada. Antes de empezar su jornada académica todos los días a las 6:15 a.m., en el colegio Nuestra Señora de Fátima, Camila ya ha tenido un entrenamiento  en las piscinas  olímpicas de Ibagué desde las cuatro de la mañana. Para ello se ha levantado a las tres de la mañana y ha atravesado la ciudad para llegar al campo de entrenamiento. De allí sale directamente para el colegio y en el camino desayuna. Una vez termina su jornada académica a la 1:20 p.m., llega a su casa, descansa, hace sus tareas, adelanta trabajos y nuevamente a las 4:00 p.m. ya está  de vuelta en  las piscinas entrenando  hasta las 8:30 p.m. los estilos de nadado en los cuales compite: pecho, libre,  espalda y mariposa, este último es el que más le gusta pero es el que más le cuesta por su dificultad en el hombro.

 __Yo quiero seguir y seguir, pero me canso, entonces mis compañeros de equipo me dan ánimo y me dicen que sí, que voy a lograr la marca y yo no me rindo porque sé que lo voy a lograr. La fuerza está en la mente y no en el cuerpo__, dice Camila. Además reitera que es duro pero ya que se tiene la disciplina, ya  hace falta, y hay que seguir practicando si se quieren alcanzar los sueños.

Nunca se queja por nada, estudia con método y disciplina, es atenta en clase, participa en todos los proyectos escolares y es excelente estudiante y amiga, comentan sus compañeros del grado noveno.

Camila es un referente  a seguir para cualquier adolescente de su edad  por su tenacidad, por su ejemplo de vida, porque no se rinde ante las dificultades. A sus catorce años habla con propiedad, sabe que le espera una operación de alto riesgo  cuando cumpla la mayoría de edad, decisión que deberá tomar ella y que definirá su vida futura y su carrera deportiva. Por ahora estudia y practica con dedicación y sin queja, pues sabe que estudio y deporte son fundamentales para alcanzar el sueño de ser médica y ser la mejor nadadora del país.

Yolanda López
2013

domingo, 26 de mayo de 2013


QUE NO SE MUERA EL RÍO
(2do  lugar Concurso Departamental de Crónica)

Cuando se pasa por el río Combeima, se siente el orgullo ibaguereño, el río es identidad, es región, hace parte de nuestros antepasados y es nuestro presente.

Sí. A él debemos el agua que tomamos, a él le debemos la maravillosa vegetación que se observa al lado y lado de su cauce y del cañón que el río forma a su paso. Es de una diversidad en flora y fauna única que se extiende hasta llegar a las postrimerías del nevado del Tolima, otro orgullo símbolo de nuestra raza Pijao y donde el río nace a 5.200 metros sobre el nivel del mar.

Y como descendiente de esa raza pujante, también ruge cuando se enoja. El río se enoja y en algunas ocasiones, despertada su furia, se ha lanzado cañón abajo llevándose todo lo que a su paso ha encontrado.

María Carmenza Martínez, ha sido testigo de ello y fue víctima de su enojo. Una noche, recuerda y cuenta,  cuando el cielo parecía que se iba a acabar de tanto llover, la oscuridad reinó y sólo se oyó la furia del agua que entró a su humilde casa situada en la ladera del río y sin pedirle permiso, se le llevó a su hijo de cuatro años.

De eso, recuerda Carmenza, ya hace más de cinco años; su cara refleja el dolor que le produce recordar la noche en que el río se le llevó parte de su vida, en ese entonces no entendía qué había pasado, por qué el río se había ensañado con ella. A pesar de lo ocurrido, Carmenza no huyó del lugar, al contrario, quiso saber la causa de tanta furia sin control.

Ahora, esta emprendedora mujer, ha generado todo un proceso de concientización sobre el río a lo largo del cañón, educando a la gente para que no eche basura,  no deforestar la ladera de éste, pues cuando el río se crece, el hecho de que el suelo esté erosionado hace que el agua entre por todas partes sin control causando tragedias como la que le ocurrió a ella.

A pesar de todo, Carmenza ha podido hacer campañas de limpieza del río junto con otros vecinos del lugar, lee mucho sobre cosas del río que salen en los periódicos, y lo que los profesores del colegio donde estudia su hijo mayor explican sobre cuidar el Combeima. Toda esta información la reproduce a sus vecinos.

Tiene una pequeña huerta en su casa, cerca de Pastales, que le da para el sustento diario. Le gusta que la gente de afuera como llama a los visitantes de fin de semana, hagan buen uso del río, que no dejen basuras y que lo respeten y no lo dejen morir pues el río es de todos.

Carmenza lo respeta mucho, lo cuida, pareciera que con ello, el río cuidara de su hijo en alguna parte y ella alimentara la esperanza de verlo llegar algún día. Por eso ella no deja morir el río.

Adriana Paola Cely
Jenny Forero
Colegio Nuestra Señora de Fátima de Ibagué


domingo, 19 de mayo de 2013


El cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos gana el Premio Ortega y Gasset de   Periodismo con la crónica




LA TRAVESÍA DE WIKDI

POR ALBERTO SALCEDO RAMOS

Wikdi es un niño que vive en Chocó y que debe caminar cinco horas diarias para ir y volver a su escuela. El cronista Alberto Salcedo Ramos lo acompañó en un recorrido.

Esos recorridos de Wikdi han tenido como escenario desde masacres de paramilitares hasta el riesgo de enfrentarse a los animales de la selva.

En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral.

Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.

—Menos mal que nos bañamos anoche —dice el padre.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.

Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí.

—Cinco menos veinte —dice.

Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.

Prisciliano —treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no pertenecen a su etnia.

—El colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.

Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine su ciclo de secundaria.

—Nunca le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.

¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.

—Las cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano.

Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por Darío Gómez.

Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.

El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya está en pie.

Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia.


***
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el rostro.

Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse, por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.

—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.

Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme.

—No, mentiras: faltan son cuatro puentes.

En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.

—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.

Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar.

—¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.

Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.

—Faltan dos puentes —dice.

Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.

—¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.

Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.

—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.

Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54% de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20% de la población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el mundo.

—Ese es el último puente —dice, mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.


***
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación: los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres.

—Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen sin desayunar!

Ahora los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.

—Anderson —dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea?

Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.

—América es el segundo continente en extensión —lee el profesor en el cuaderno de Anderson.

Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.

El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América.

¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca les han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%. Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de los paramilitares en el área es apodado ‘el Profe’.

Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un ‘profe’ siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas.


Salcedo, Alberto. "La travesía de Wikdi". En revista Soho. Zona Crónica, [En línea]. publicada el 2012/02/10. [ref. Mayo 19 de 2013] accesible a través de http://www.soho.com.co/zona-cronica/articulo/la-travesia-wikdi/25819.